Escrito por Alejandro Quintero
El pintor miró el jarrón de las flores y comprobó que estaban marchitas. Antes de comenzar el bosquejo, llamó a la esposa y le pidió que le comprara un ramo de flores amarillas; no salía un solo trazo de sus manos si no tenía sobre su mesa un ramo de flores amarillas. Era una liturgia consagrada, durante años venía repitiéndola y le era imposible empezar a pintar si el florero estaba vacío o las flores en él marchitas.
La esposa llegó antes del mediodía con el encargo; mientras botaba las marchitas y cambiaba el agua para las nuevas habitantes, iba diciendo:
–Ya sabía que tenía que comprarlas, no pintas sin ellas; me costaron cinco mil pesos.
El pintor la miró y no dijo nada. Ya se había acostumbrado a que la mujer le estuviera informando cuánto dinero gastaban y cuánto dinero les quedaba. Miró las flores y una llama se encendió en su interior. La mujer le decía algo, pero una historia comenzaba a proyectarse delante de sus ojos y él no la escuchaba, la musa le había llegado y no daba tregua a la espera.
–Respóndeme, respóndeme, ¿qué haremos entonces? –gritaba la mujer desesperada.
–No sé, no sé –respondía el pintor sin saber lo que no sabía–. Necesito trabajar.
Necesito trabajar. Ella sabía lo que esas dos palabras significaban, el pintor, la puerta cerrada, él y sus flores amarillas dentro de ese cuarto, ella afuera esperando el resultado final. Salió del estudio con un sordo portazo a sus espaldas.
Entonces estaba solo y todo lo tenía, sus flores, el blanco lienzo, el carboncillo entre sus dedos, sus tubos de pintura, sus pinceles, su paleta y una esperanza suspendida en el lienzo. Tomó una de las flores, la puso dentro del bolsillo de su camisa, la aspiró como un perro lo hace con la cola de otro perro, y se puso en ello.
El dibujo comenzaba a delinearse sobre el lienzo, el carboncillo, sostenido por dos dedos decididos, iba dejando tras su paso, la forma de las figuras, el inicio de la historia.
Fabricio observaba los rayos del sol bailando sobre el cuerpo desnudo de Rebeca, iban y venían y se iban otra vez, se filtraban entre las cortinas, se movían entre los cuadros, los libros, los muebles, el escritorio, la cama, y Rebeca, toda ella de espaldas, con un culo lleno de silencios y un asterisco con mucho por decir. Rebeca apretaba en sus puños las sábanas de la cama, reprimía gemidos, ahogaba gritos, emes se quedaban en la garganta pugnando por salir.
Fabricio penetraba en Sodoma, las puertas de la ciudad siempre selladas, se abrían hoy para él, si alguien tenía el derecho sobre Sodoma, de quemarla y quemarse con ella, era él. Rebeca, ayudándose con sus rodillas, levantó el culo como pudo unos centímetros, para manipular con una mano juguetona, el epicentro que le otorgaba ese orgullo que nadie podría quitarle, de ser mujer.
Entonces las emes reprimidas salieron prestas, airosas, una detrás de otra, primero débiles, luego trompetas. El edificio entero sentía la vibración de la acústica. Ahora los rayos del sol bailaban en la cara excitada de Fabricio, jugaban en las nalgas de Rebeca, bailaban la melodía de trompetas.
Un fuerte grito de niveles desproporcionados, hizo que los rayos salieran espantados, volando por la ventana. Los gritos de Rebeca fueron escuchados por todas las paredes del edificio; con su mano izquierda empuñando la sábana y su mano derecha empuñando la mujer que era, con una sonrisa expresiva y apoteósicos síes, Rebeca recibía la corona de manos de Bera, convirtiéndose en la nueva reina de Sodoma, y fue en ese momento, justo con la corona puesta sobre su cabeza, cuando Fabricio la levantó jalándola del pelo (y esto a Rebeca le gustó mucho), y saliendo de Sodoma y poniéndose de pie, vertió quince mililitros de vida sobre el pelo, el rostro, las tetas, el cuerpo de Rebeca.
Un hilo de vida rodó cuesta abajo por la teta derecha de Rebeca, siguió por su vientre, se escurrió por el muslo derecho, llegó a la rodilla, se deslizó por la pata central de la cama, serpenteó por las duelas de madera, continuó por el pasillo, atravesó la sala, salió por debajo de la puerta, siguió en línea recta hasta las escaleras, descendió por ellas, pasó de largo por el 300, dobló en la esquina a la izquierda, pasó de largo por el 303 donde vivían los Benavides, llegó al 305 donde vivían los Monsalve, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes por el miedo que le daban las alfombras, pasó de largo por el cuarto de baño, eludió con maestría el cojín en donde un gato dormía, avanzó hacia la recámara en la que Amaranta tomaba una siesta, subió por una de las patas de la cama, luego por un pie izquierdo, serpenteó por una colina de un gemelo trabajado, luego un muslo blanco, y entonces, nostálgico, divisó su hogar: las puertas del cielo abiertas para él; necesitado de calor, sin más preámbulos, se despidió de este mundo y entró en el otro.
El lienzo estaba listo, el dibujo desnudo esperaba la pintura.
Rebeca mirando con odio a Amaranta. Amaranta mirando con odio a Fabricio. Fabricio mirando con inocencia a Roberto. Y Roberto.
–Se parece a ti –gritaba Roberto.
–¿De qué demonios estás hablando? –preguntaba Fabricio.
–No soy el único que se dio cuenta. Hay que estar ciego para no darse cuenta. Todos sabemos que por años estuviste enamorado de ella, eso no es un secreto para nadie.
–Roberto, por dios, ¿es en serio? Solo somos amigos, nunca nos acostamos, lo máximo que pasó entre ella y yo fue ese beso que me dio borracha cuando éramos adolescentes.
–A mí no me puedes engañar. Las fechas nunca me cuadraron. Yo estaba de viaje. Hay un mes que siempre quedó por fuera de la cuenta.
Apareció de la nada una mariposa amarilla, revoloteaba alrededor de Fabricio. Nadie se percató de su existencia, excepto un bebé que desde el 305, estirando sus manos para alcanzarla, absorto en su caminadora, no veía otra cosa que el mundo amarillo de la mariposa. La pintura estaba casi lista. Unos cuantos pincelazos más… Roberto sacó el revólver y apuntó a la cabeza de Fabricio. Con su mano izquierda sacó un papel de la americana y se lo tiró en la cara.
–Recógelo y léelo.
Sumiso, Fabricio levantó el papel, lo abrió.
–Es hijo tuyo, Fabricio –dijo Roberto.
–No hagas esto, seguro que debe de haber una explicación razonable para todo esto –imploraba Fabricio.
–Sí, seguro una mágica explicación, pero la realidad es esta –dijo irónico Roberto.
La reina de Sodoma lloraba de pie en el pasillo, miraba la escena sin decir palabra.
–¿Cómo pudiste hacerme esto Amaranta? –dijo Roberto mirando a Amaranta.
–Amor yo no…
El disparo se escuchó en todo el edificio, el cuerpo de un bebé con un hueco en la cabeza rodaba escaleras abajo, su sangre no fue a ningún lado. El cuadro terminado se iba para el horno.
La obra maestra estaba terminada. Una mariposa amarilla, como si de una intensa bombilla se tratara, resplandecía desde el centro de la pintura, parecía un alto relieve tridimensional, parecía real, era, simplemente, mágica. Había pintado una obra maestra y él lo sabía. Llamó a la mujer para que presenciara el milagro. La mujer entró en el cuarto y vio que el pintor sonreía, excitado señalaba la pintura. Dubitativa, ansiosa, con una esperanza suspendida sobre la tela que tenía frente a sus ojos, observó la pintura. Un minuto de silencio.
–¿Está muerta? –fue lo primero que preguntó la mujer.
–Sí –fue la lacónica respuesta del pintor.
–¿Esa es la que llevarás a la exposición? –preguntó la mujer con desaire, con una mueca de duda en el gesto, como si algo no la terminara de convencer.
–Sí, así es, Una mariposa amarilla.
–¿Así se llama?
–Sí, ¿no te gusta?
–Es muy obvio, solo pintaste una mariposa amarilla, ¿no se te ocurrió nada más?
El pintor no respondió. Llevaban días sin dormir, los dos desvelándose, él con su eterna esperanza, ella con su eterna agonía. Calculaban una y otra vez y en eso se iban las madrugadas, en sumas y restas, en una amalgama de esperanza y agonía.
–¿Y si nadie la compra? –preguntó la mujer.
–La comprarán, ya verás, es una obra maestra.
–Pero suponte que nadie la compre.
–Todavía faltan treinta y cinco días para empezar a pensar en eso –dijo el pintor.
La mujer se desesperó.
–¿Y mientras tanto qué comemos? –preguntó, y agarró al pintor por el cuello de su camisa. Lo sacudió con energía.
–Dime, ¿qué comemos?
El pintor necesitó cincuenta y seis años -los cincuenta y seis años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:
–Flores amarillas.
2015
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